domingo, 19 de mayo de 2013

Ampliando horizontes, liquidando prejuicios

Mi trabajo en la Universidad de Vigo –como el de la mayoría de los compañeros– tiene dos frentes: la docencia y la investigación. Por un lado, tengo que atender a las obligaciones derivadas de dar mis horas de clase, atender tutorías, plantear y corregir exámenes, preparar material docente, mantenerme más o menos al día en el estado de la tecnología, etc. Por el otro, puedo (y más me vale) dedicar horas a intentar parir ideas y desarrollarlas hasta donde sea posible, con vistas a contribuir al avance de la ciencia en alguna de las múltiples ramas de conocimiento relacionadas con esto de las telecomunicaciones. Es un trabajo genial para alguien que desde pequeño soñaba con enseñar e inventar cosas, por mucho que haya temporadas en las que tenga que enfrentar cargas de trabajo desbordantes –a menudo, por meterme en más fregaos de los estrictamente necesarios.

Yo venía sobrado de vocación, pero lo mejor de todo es algo con lo que no contaba el día que firmé mi primer contrato: la posibilidad de recorrer el mundo para aprender de quienes más saben (dondequiera que se encuentren), para conocer la realidad de otras escuelas y para presentar resultados de investigación en la esfera internacional (que es donde se puede valorar si las ideas de uno son realmente innovadoras). El caso es que un chico que hasta los 23 años no había ido allende las fronteras de Galicia más que para ir de excursión a Valença do Minho (literalmente, a tiro de piedra de España) o de periplo religioso con la familia a Braga (sólo un poco más al sur), diez años después puede presumir de haber pisado 17 países más y de conocer muchos más lugares de España y Portugal. Siempre (o casi siempre, vaya) me he desplazado por motivos de trabajo, pero el impacto de tanto viaje va mucho más allá de lo profesional.

Mi mapa de lugares visitados (en mayo de 2013, casi 100 ciudades en 19 países).
Desde luego, es un puntazo visitar universidades, centros de investigación y empresas de prestigio por distintas latitudes y longitudes (sobre todo longitudes, como se ve en el mapa de arriba) y comprobar que siempre te escuchan con atención e interés, que tienes algo que decir, que no eres del todo un pardillo. Pero, como apuntaba anteriormente, los viajes han traído consigo una evolución mucho más importante en mi persona, articulándose como el mejor antídoto para los muchos prejuicios que había mamado desde bien pequeño en la taberna de mis abuelos. Hoy no queda rastro de la misoginia, la homofobia y la xenofobia que predicaban aquellos personajes cotidianos que preferían pasar el tiempo entre cartas y copas de Soberano antes que dedicárselo a sus respectivas (en ocasiones, numerosas) familias. Tampoco de la soberbia y la altanería de aquella vieja que disfrutaba (y sigue haciéndolo) de humillar a quien tiene menos. Ni del egoísmo, la autocompasión y el victimismo propios de un hermano menor sobreprotegido. Por no quedar, no queda ni un ápice de religiosidad. Y me siento mejor que nunca, vaya.

Lugares como Kyoto, Londres y Luxemburgo me hablaron, cada una a su manera, de respeto y convivencia. Distintas ciudades y pueblos de Chipre y Ecuador me dieron lecciones de humildad y afán de superación, mientras que una semana en Atenas dibujó una postal de dignidad y estoicismo. Todo cuando conozco de Italia me sugiere alegría en medio del caos, mientras que ciudades del Este como Łódź, Cracovia, Zlín o Bratislava evocan historias de adversidad y supervivencia. Viena amplió mi capacidad de asombro en la misma proporción en que Dijon derribó mi mal concepto de los vecinos del otro lado de los Pirineos. Lisboa, Tampere, Helsinki y Bucarest me hicieron paladear la exquisita educación y preparación de portugueses, finlandeses y rumanos, tan distintos unos de otros pero siempre capaces de atenderte en una lengua que tampoco es la suya. En cambio, Estados Unidos, siendo primera potencia mundial en muchos apartados (incluyendo seguramente el de maravillas naturales), no consiguió inspirarme por su organización social nada mejor que lo que indicaba el título de aquella película de Terry Gilliam de 1998.

Repasando lo vivido en estos y otros lugares, no puedo evitar sonreír al recordar una escena de hace cosa de 20 años, cuando yo lloraba por el permiso para ir a una excursión y mi padre me decía (en perfecto gallego) "hijo, ya tendrás tiempo de sobra para viajar en el futuro". ¡Qué razón tenía, como casi siempre! Hoy, mi propia paternidad me pide pasar más tiempo en casa y menos viajando, pero desde luego espero seguir añadiendo marcadores al mapa en el medio plazo. A ver si cae alguna más por Latinoamérica, y las primeras por Asia continental, África y Oceanía.

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